domingo, 24 de febrero de 2013
Moralidad patria.
Parece que los obispos andan preocupados por nuestros valores morales, lo cual es lógico. Lo que me deja estupefacto es que con cierta ambigüedad pretendan introducir entre los valores morales la unidad de la patria y hagan disquisiciones sobre si los nacionalismos son (moralmente) buenos o malos. Citando del ESPASA resulta que moral es la ciencia que trata del bien en general, pero en “lo que no concierne al orden jurídico, ... sino a la conciencia”. La unidad de la patria puede ser económica, política, cultural o militarmente buena o mala, si se quiere. Yo puedo pensar, por ejemplo que, en este mundo de tiburones globalizados, es preferible ser cola de león que cabeza de ratón, que podemos conseguir más cosas juntos si sabemos convivir y que en nuestra historia común, aparte de muchos desastres, ha habido también grandes cosas que hemos hecho juntos. Puedo pensar que el nacionalismo es una ideología trasnochada del siglo XIX. Pero ¿qué tiene que ver todo esto con mi conciencia? Tan buenas o malas personas podemos ser las que figuramos ahora como “españoles” como si dentro de dos siglos sólo quedan de españoles los castellanos y los asturianos. Por otra parte, la “unidad de la patria” cuando nació la Iglesia abarcaba desde Lugo a Constantinopla y precisamente los cristianos no eran entonces muy partidarios de rendir culto al jefe del estado, como todo buen ciudadano romano...
Esto de “consejos vendo, que para mí no tengo” es muy conveniente, como diría mi abuela. La Iglesia se permite aconsejar al Estado sobre temas políticos, anatemiza las bodas entre homosexuales no católicos cuando para ella ni siquiera existen las uniones civiles entre hombre y mujer, pero cuando un ciudadano, que resulta que es cura, denuncia ante un juez que su jefe le acosa, ah, entonces que el Estado no se meta en “asuntos religiosos”. Ya nuestro buen rey (aquí sobraría el nombre) Carlos III puso a la Iglesia en su sitio, aunque fuera penoso para las misiones en el Paraguay, y las revoluciones liberales posteriores confirmaron que las sociedades modernas deben basarse en la separación de los asuntos políticos y los religiosos. Por cierto, uno de los problemas del islam actual es que no ha vivido esta revolución. Pero volvamos a los orígenes: “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” (Mateo 22, 15-21).
domingo, 10 de febrero de 2013
PISA más.
El ya famoso informe PISA sigue
saltando de vez en cuando a los periódicos cuando nuestros dos partidos
mayoritarios, siempre velando por el futuro del país, se arrojan sus resultados
a la cara con aquello del ¡Y tú más, vosotros sois los responsables! Mientras
tanto, los problemas se agravan, los profesores aguantamos como podemos, haciéndolo
lo mejor que sabemos o nos dejan, incluso sin haber perdido del todo la ilusión,
y la solución que se apunta es una nueva reforma, para la que parece haber
habido poco consenso. Soñemos un poco: que bueno sería que se apoyara esta vez
en el sentido común e intentara no volver a cometer los mismos errores, aunque
ya no sabes si entonar aquello de “Virgencita, que me quede como estoy...”.
Según el citado informe PISA, Finlandia
goza del mejor sistema educativo del mundo. ¿Qué tienen ellos que no tengamos
nosotros, que estamos en el puesto 26? Bueno, comprendan que este espacio del
que dispongo es limitado, pero, por abreviar: 1) Sus profesores estudian para profesores en la
Universidad, se les exige un sobresaliente de nota de entrada para poder hacer
esa carrera, que dura seis años, y se les piden tanto conocimientos científicos
y pedagógicos como capacidad de comunicación y habilidades artísticas. O sea,
2000 horas de formación de un maestro en España frente a las 6400 en Finlandia.
2) Los universitarios finlandeses de otras especialidades que quieren acceder a
la docencia deben pasar como en España una oposición, pero se les exigen 1400
horas de formación y un idioma extranjero, aquí hasta ahora han sido 130 horas
del llamado Curso de Aptitud Pedagógica y punto. 3) Los profesores finlandeses
más competentes y experimentados se encargan de los primeros cursos y no, como
suele ocurrir aquí, de los alumnos mayores, que siempre dan menos problemas. 4)
Los profesores finlandeses gozan de gran prestigio y reconocimiento social. 5)
Las leyes finlandesas hacen realmente compatibles la vida familiar y laboral,
las familias apoyan a los profesores y se implican en la educación de sus
hijos, participando en muchas de las actividades de los centros educativos. 6)
Los currículos escolares fomentan la capacidad para pensar y estudiar por
encima de la memorística, además de valores como la responsabilidad y la
disciplina. 7) El sistema educativo es bilingüe. 8) 15 alumnos por aula en
Secundaria. 9) Hay excelentes bibliotecas, emisiones de televisión en versión
original...
O sea, 0’4% de fracaso escolar en
Finlandia y un 25% en España. Y así nos va.
Día del árbol.
A la ONU hace tiempo se le ocurrió
la brillante idea de dedicar cada día del año a conmemorar algo, por ejemplo poniéndonos todos de pie a una hora del día para protestar
contra el hambre en el mundo. Eso es como lo del día
del árbol: un día al año para plantarlos y 364 para talarlos o quemarlos. Así
nos va luego cuando llueve a cántaros.
Cada día es el día de algo. Antes era
San Bruno, San Antonio, ahora es el día de la mujer trabajadora, el del SIDA,
el día sin coches... Los noticiarios han cambiado de santoral, pero lo recitan
lo mismo, teniendo así una excusa para hablar de todos esos actos
testimoniales, y seguramente bienintencionados, que no sirven, creo yo, para
casi nada. Tú firma, firma, que los islandeses, noruegos y japoneses, tan
civilizados ellos, seguirán pescando ballenas con el fin científico de
comérselas o convertirlas en aceite. Y no acaba aquí la cosa, porque estos
nipones tan educados necesitan toneladas de atún rojo del Mediterráneo para su
sushi. Por no hablar de la miseria que reciben los productores de café o cacao,
mientras a usted ya le cobran 1’20 euros en la cafetería de la esquina, o qué decir de lo que se resisten las grandes multinacionales farmacéuticas a
permitir el uso de medicamentos genéricos para combatir el SIDA, o de lo poco
que se invierte en luchar contra la malaria y lo mucho en luchar contra la gordura; en suma, como tantas otras cosas que hacen que el mundo esté hecho
unos zorros por culpa de unos pocos.
A esos pocos les tienen sin cuidado sus
gestos testimoniales, así que no se canse, opte por colaborar con una ONG, al
menos ellas consiguen paliar los desastres más sangrantes del sistema. Y, si
no, apoye los movimientos que combaten el pensamiento único neoliberal. Los
movimientos antiglobalización no son necesariamente un grupo de violentos ni de
descerebrados, por mucho que se empeñen las grandes agencias “informativas”.
Las protestas, los actos de boicot a ciertos productos o multinacionales, la
exigencia a nuestros gobernantes de que se dejen ya de palabras y pasen a la
acción han de ser más contundentes. ¡Si hasta economistas de renombre plantearon
hace tiempo medidas “revolucionarias” dentro de la más estricta ortodoxia capitalista!,
por ejemplo la tasa Tobin. Hay que hacer algo más que ponerse de pie.
Bárbaros del Norte.
A veces, cuando viajas, te aventuras más allá
del viejo limes del Imperio, o sea,
de la frontera que en la antigüedad marcaba la separación entre la civilización
y la barbarie y que se situaba sobre los ríos Rhin y Danubio. Así que aterrizas
en tierras de bárbaros.
Hay que ver la distancia que nos separa,
siendo todos europeos, a los pueblos mediterráneos de los anglogermanos. Y no
me refiero a eso de la moral calvinista de amor al trabajo o a planteamientos
semejantes de filósofos o sociólogos. ¡Pero, oigan, si es que es imposible
comer decente en un pueblo o una ciudad pequeña, que sin embargo tendrá su
propio MacDonald’s! Bueno, y lo de comer a una hora católica es ya imposible. Como lo es hacerlo con mantel o vajilla y
cubiertos normalitos, a no ser que pagues una pasta.
Por no hablar de los centros urbanos plagados
de comercios y oficinas, pero sin nadie que viva en ellos, con lo que a las
seis de la tarde o un día de fiesta te mueves por una ciudad fantasma. No hay
plaza mayor donde pasear, charlar o sentarse al sol, debe de ser porque tampoco
hay mucho sol, claro. Cuando aparece, estos bárbaros blancuchos se descamisan
enseguida en los parques para coger algo, como las lagartijas. Pero sorprende
la falta de “sitios de encuentro” para jóvenes y mayores. ¿Dónde van los
primeros? No creo que estén todos en la biblioteca pública o la piscina
cubierta, ni que los segundos llenen permanentemente los pubs. Así que sólo
queda el sempiterno centro comercial cubierto, la esencia de nuestro querido
sistema capitalista, la imagen opulenta y envidiada de nuestra civilización.
No sé por cuánto tiempo, pero de momento por
aquí abajo, y a ambas riberas del Mediterráneo, seguimos teniendo otra manera
de entender y disfrutar la vida: la buena comida, alguna que otra siestecita,
los puentes laborales, trasnochar de vez en cuando, las fiestas de los pueblos.
Y no parece que nos haya ido tan mal, a juzgar por nuestro desarrollo económico
y nuestra esperanza de vida, de las más altas del mundo. O por la de guiris que
vienen cada año a copiarnos unas semanitas. Y si no, fíjense en Italia: una
preciosidad de país, se come bien, se bebe bien, la gente, culta y guapa, pasa
de todo, son la quinta o sexta potencia industrial del mundo ¡y con gobiernos
normalmente impresentables!
Salgan por ahí para comprobar cuánto vale lo
que tenemos, pero vuelvan antes de que se les estropee el estómago con tanto
lunch insípido y frugal, ya verán qué buena está la tortilla de patatas al
volver.
Los buenos profesores.
A la gente, lo mismo que al abuelo
Cebolleta, le gusta contar batallitas en las que haya sido un poco héroe y,
ahora que ya no hay mili, dejando aparte a los que te socializan sus vacaciones
por cualquier formato (foto, CD, DVD), las batallitas suelen rememorar los años
de la escuela, o para contar pifias y travesuras o para hablar de los profes en
plan “yo sobreviví a fulanito”.
Travesuras todo el mundo ha hecho, en eso
consiste también el aprendizaje cuando se tienen 12 ó 15 años y entender esto
desde la distancia que da la edad ayuda a comprender a los que ahora tienen 12 ó
15. Un buen profesor sabe que no es lo mismo una trastada de chavales que la
gamberrada de un majadero, que los hay de cualquier edad y en número suficiente
como para que su especie no peligre. Un buen chaval acaba sabiendo más pronto
que tarde lo que está bien y lo que está mal, aunque para eso haya tenido que
hacer alguna trastada por la que le llovió la bronca de turno. De las más
gordas que recuerdo en mi caso fue una que nos echaron por comernos los de mi
clase las hostias que encontramos en una caja de Cola-Cao. ¡Y eso que eran las
que estaban sin consagrar!
De la escuela, el colegio o el instituto
acabas recordando las trastadas, a los amigos (la infancia y los amigos son
para Mario Benedetti la verdadera patria) y desde luego a los profesores. Los
profesores te marcan para bien y para mal. Algunos te hacen odiar una materia,
y eso puede dirigir tus estudios posteriores hacia otros ámbitos. Todos hemos
sufrido malos profesores y, créanme, la mejor manera de puentearlos es estudiar
más su asignatura. De mayores los recordamos con mirada crítica, aunque a veces
no exenta de cierta piedad. Después de todo, nosotros no éramos hermanitas de
la caridad y a veces se las hacíamos pasar canutas. Recuerdo una muy mala de
Arte, ya en la Facultad. Metía tanto la pata que recogíamos sus burradas en
octavillas y las repartíamos por todo el campus.
Pero a los que recuerdas toda la vida es a
los buenos profesores, esos que son capaces de concitar la atención de veinte
pares de ojos como platos, los que un día encendieron en tu cabecita una luz
con una frase, una anécdota, una reflexión, los que te auparon hasta la madurez
para que pensaras solo, a veces exigiendo mucho de ti. Los que perviven en el
recuerdo de varias generaciones de alumnos, aunque sea por el mote, cuando se
jubilan.
¿Y qué hago ahora?
En medio de la jarana carnavalera y no por
llevar la contraria, traigo aquí la frase que más oímos estos días los profes y
los padres, cuando esta panda que nos ocupa recibe información del departamento de Orientación, para que se lo vayan pensando, vamos. No se refieren,
claro está, a de qué manera piensan vaguear en verano, sino a lo que van a
estudiar al acabar la Secundaria o el Bachillerato. Y deben hacer lo que les
guste, aquello por lo que muestren un razonable interés y para lo que cuenten
con unas destrezas básicas. No podemos proyectar en ellos nuestras ilusiones o,
peor aún, nuestras frustraciones, ni debemos limitarnos a simplones análisis
del mercado laboral actual: Cuando yo estudiaba, los médicos y enfermeros no
encontraban trabajo, ahora los hospitales no encuentran tantos profesionales, y la
oferta en varios países de Europa es todavía mayor.
Yo estudié una carrera con pocas salidas, en
casa no me dijeron nada, pero estaba claro que, al acabar, o investigaba o daba
clase. Las posibilidades de lo primero en este país eran casi las mismas que
las de un maestro rural de llegar a ser cacique del pueblo cuando reinaba
Alfonso XII. Pero me acuerdo de una especie de pacto que hicimos varios amigos
de la carrera: estudiamos las oposiciones de enseñanza y, si no aprobamos en un
plazo razonable, nos vamos donde sea, a Londres a fregar platos, y de paso a
aprender inglés, con una ONG de cooperantes, a una plataforma petrolífera (no
crean, localizamos varias que ofertaban trabajo), de marineros en un barco
mercante, daba igual. Incluso pensamos en un “contacto” que teníamos: el tío de
uno de mis amigos era profesor en la Universidad de San Salvador con el jesuita
Ignacio Ellacuría, asesinado por los paramilitares poco después.
Importa, al fin, tu formación como persona,
tus conocimientos, y no de qué trabajas. Pienso ahora en un amigo camionero con
el que es posible hablar hasta de filosofía y en un joven licenciado en derecho
con el que coincidí trabajando, que todavía llevaba la boina a rosca. Nuestra
mentalidad no casa mucho con ese amor al trabajo que pregona la moral
calvinista, pero tener un sentido hedonista de la vida es perfectamente
compatible con la ilusión por ser un buen profesional, de lo que sea. Lo que
está claro es que no van a venir a traerte el trabajo a casa, sobre todo si
vives en Berantevilla. Hay que salir a buscarlo con una buena formación, al
menos otro idioma además del materno y muchas ganas de aprender. Y eso
significa también dejar la boina o la chapela para cuando seamos viejos y
arrecie el frío.
Aquellas mujeres.
No me gustan los mítines, pero una vez
fui a uno. Era un mitin un poco especial, por el cincuentenario de la Revolución
del 34 en Asturias, y en el teatro de Gijón en que se celebraba no cabía un
alma. Después de algún líder minero y algún líder jornalero andaluz (como Sánchez
Gordillo, el alcalde de Marinaleda), que calentaron el ambiente vociferando,
subió al escenario acompañada por una mujer una ancianita casi ciega que,
agarrada al atril, comenzó a hablar quedamente, consiguiendo a los pocos
segundos un silencio absoluto y una emocionante admiración de todos los
presentes. Lo que dijo era cabal, contundente, agudo, riguroso. Cuando acabó de
hablar, al auditorio, ensimismado, le costó reaccionar hasta que estalló en un
aplauso prolongado y unánime. Era Federica Montseny, líder anarquista y
exministra de Sanidad de la Segunda República.
Su fortaleza, su valentía, su inteligencia,
me recuerdan las de muchas otras mujeres que, hace 80 años, unas veces luchando
por sus ideas y siempre luchando por sus familias, consiguieron con piedad, con
amor, con coraje, que este país violento no se desangrara del todo y que
sobreviviera a una guerra fratricida y a una postguerra de desolación y hambre.
Pocas mujeres tuvieron entonces papeles de relevancia política, hacía poco que
habían conquistado sus derechos plenamente, pero detrás de los muertos en el
frente, a menudo viudas o huérfanas, casi siempre solas, hicieron lo indecible
por salvar a los niños de esa barbarie y consiguieron que pasado el tiempo
nosotros estemos aquí.
Como mi abuela. Su marido, un ferroviario de
la Compañía del Norte, fue fusilado en agosto del 36 por el terrible delito de
pertenecer a la UGT. Ser viuda de fusilado de guerra con 28 años y cuatro
niñas, una de ellas de meses, no auguraba en absoluto que la familia saliera
adelante. Mi abuela lo consiguió. Su casa, la Casa Vieja, con su precioso
almendro en el patio, fue el eje de toda nuestra infancia. A los nietos mayores
nos enseñó a leer y a rezar, porque para ella no era en absoluto contradictorio
tener una hija llamada Libertad y a la vez practicar un catolicismo nada
santurrón. En las primeras elecciones de la Transición yo todavía no pude
votar, pero recuerdo en la cola para votar a algunas mujeres de pelo blanco,
como mi abuela, que sostenían con orgullo un sobre algo arrugado por los
nervios, en el que quizá una papeleta volvía a nombrar un partido de su
juventud. Después de todo, ellas seguían ahí. Así que, ahora que nos miran
desde las estrellas, démosles gracias por todo lo que somos.
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