domingo, 10 de febrero de 2013

Bárbaros del Norte.



A veces, cuando viajas, te aventuras más allá del viejo limes del Imperio, o sea, de la frontera que en la antigüedad marcaba la separación entre la civilización y la barbarie y que se situaba sobre los ríos Rhin y Danubio. Así que aterrizas en tierras de bárbaros.
Hay que ver la distancia que nos separa, siendo todos europeos, a los pueblos mediterráneos de los anglogermanos. Y no me refiero a eso de la moral calvinista de amor al trabajo o a planteamientos semejantes de filósofos o sociólogos. ¡Pero, oigan, si es que es imposible comer decente en un pueblo o una ciudad pequeña, que sin embargo tendrá su propio MacDonald’s! Bueno, y lo de comer a una hora católica es ya imposible. Como lo es hacerlo con mantel o vajilla y cubiertos normalitos, a no ser que pagues una pasta.
Por no hablar de los centros urbanos plagados de comercios y oficinas, pero sin nadie que viva en ellos, con lo que a las seis de la tarde o un día de fiesta te mueves por una ciudad fantasma. No hay plaza mayor donde pasear, charlar o sentarse al sol, debe de ser porque tampoco hay mucho sol, claro. Cuando aparece, estos bárbaros blancuchos se descamisan enseguida en los parques para coger algo, como las lagartijas. Pero sorprende la falta de “sitios de encuentro” para jóvenes y mayores. ¿Dónde van los primeros? No creo que estén todos en la biblioteca pública o la piscina cubierta, ni que los segundos llenen permanentemente los pubs. Así que sólo queda el sempiterno centro comercial cubierto, la esencia de nuestro querido sistema capitalista, la imagen opulenta y envidiada de nuestra civilización.
No sé por cuánto tiempo, pero de momento por aquí abajo, y a ambas riberas del Mediterráneo, seguimos teniendo otra manera de entender y disfrutar la vida: la buena comida, alguna que otra siestecita, los puentes laborales, trasnochar de vez en cuando, las fiestas de los pueblos. Y no parece que nos haya ido tan mal, a juzgar por nuestro desarrollo económico y nuestra esperanza de vida, de las más altas del mundo. O por la de guiris que vienen cada año a copiarnos unas semanitas. Y si no, fíjense en Italia: una preciosidad de país, se come bien, se bebe bien, la gente, culta y guapa, pasa de todo, son la quinta o sexta potencia industrial del mundo ¡y con gobiernos normalmente impresentables!
Salgan por ahí para comprobar cuánto vale lo que tenemos, pero vuelvan antes de que se les estropee el estómago con tanto lunch insípido y frugal, ya verán qué buena está la tortilla de patatas al volver.

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