A veces, cuando viajas, te aventuras más allá
del viejo limes del Imperio, o sea,
de la frontera que en la antigüedad marcaba la separación entre la civilización
y la barbarie y que se situaba sobre los ríos Rhin y Danubio. Así que aterrizas
en tierras de bárbaros.
Hay que ver la distancia que nos separa,
siendo todos europeos, a los pueblos mediterráneos de los anglogermanos. Y no
me refiero a eso de la moral calvinista de amor al trabajo o a planteamientos
semejantes de filósofos o sociólogos. ¡Pero, oigan, si es que es imposible
comer decente en un pueblo o una ciudad pequeña, que sin embargo tendrá su
propio MacDonald’s! Bueno, y lo de comer a una hora católica es ya imposible. Como lo es hacerlo con mantel o vajilla y
cubiertos normalitos, a no ser que pagues una pasta.
Por no hablar de los centros urbanos plagados
de comercios y oficinas, pero sin nadie que viva en ellos, con lo que a las
seis de la tarde o un día de fiesta te mueves por una ciudad fantasma. No hay
plaza mayor donde pasear, charlar o sentarse al sol, debe de ser porque tampoco
hay mucho sol, claro. Cuando aparece, estos bárbaros blancuchos se descamisan
enseguida en los parques para coger algo, como las lagartijas. Pero sorprende
la falta de “sitios de encuentro” para jóvenes y mayores. ¿Dónde van los
primeros? No creo que estén todos en la biblioteca pública o la piscina
cubierta, ni que los segundos llenen permanentemente los pubs. Así que sólo
queda el sempiterno centro comercial cubierto, la esencia de nuestro querido
sistema capitalista, la imagen opulenta y envidiada de nuestra civilización.
No sé por cuánto tiempo, pero de momento por
aquí abajo, y a ambas riberas del Mediterráneo, seguimos teniendo otra manera
de entender y disfrutar la vida: la buena comida, alguna que otra siestecita,
los puentes laborales, trasnochar de vez en cuando, las fiestas de los pueblos.
Y no parece que nos haya ido tan mal, a juzgar por nuestro desarrollo económico
y nuestra esperanza de vida, de las más altas del mundo. O por la de guiris que
vienen cada año a copiarnos unas semanitas. Y si no, fíjense en Italia: una
preciosidad de país, se come bien, se bebe bien, la gente, culta y guapa, pasa
de todo, son la quinta o sexta potencia industrial del mundo ¡y con gobiernos
normalmente impresentables!
Salgan por ahí para comprobar cuánto vale lo
que tenemos, pero vuelvan antes de que se les estropee el estómago con tanto
lunch insípido y frugal, ya verán qué buena está la tortilla de patatas al
volver.
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