domingo, 10 de febrero de 2013

Los buenos profesores.



A la gente, lo mismo que al abuelo Cebolleta, le gusta contar batallitas en las que haya sido un poco héroe y, ahora que ya no hay mili, dejando aparte a los que te socializan sus vacaciones por cualquier formato (foto, CD, DVD), las batallitas suelen rememorar los años de la escuela, o para contar pifias y travesuras o para hablar de los profes en plan “yo sobreviví a fulanito”.
Travesuras todo el mundo ha hecho, en eso consiste también el aprendizaje cuando se tienen 12 ó 15 años y entender esto desde la distancia que da la edad ayuda a comprender a los que ahora tienen 12 ó 15. Un buen profesor sabe que no es lo mismo una trastada de chavales que la gamberrada de un majadero, que los hay de cualquier edad y en número suficiente como para que su especie no peligre. Un buen chaval acaba sabiendo más pronto que tarde lo que está bien y lo que está mal, aunque para eso haya tenido que hacer alguna trastada por la que le llovió la bronca de turno. De las más gordas que recuerdo en mi caso fue una que nos echaron por comernos los de mi clase las hostias que encontramos en una caja de Cola-Cao. ¡Y eso que eran las que estaban sin consagrar!
De la escuela, el colegio o el instituto acabas recordando las trastadas, a los amigos (la infancia y los amigos son para Mario Benedetti la verdadera patria) y desde luego a los profesores. Los profesores te marcan para bien y para mal. Algunos te hacen odiar una materia, y eso puede dirigir tus estudios posteriores hacia otros ámbitos. Todos hemos sufrido malos profesores y, créanme, la mejor manera de puentearlos es estudiar más su asignatura. De mayores los recordamos con mirada crítica, aunque a veces no exenta de cierta piedad. Después de todo, nosotros no éramos hermanitas de la caridad y a veces se las hacíamos pasar canutas. Recuerdo una muy mala de Arte, ya en la Facultad. Metía tanto la pata que recogíamos sus burradas en octavillas y las repartíamos por todo el campus.
Pero a los que recuerdas toda la vida es a los buenos profesores, esos que son capaces de concitar la atención de veinte pares de ojos como platos, los que un día encendieron en tu cabecita una luz con una frase, una anécdota, una reflexión, los que te auparon hasta la madurez para que pensaras solo, a veces exigiendo mucho de ti. Los que perviven en el recuerdo de varias generaciones de alumnos, aunque sea por el mote, cuando se jubilan.


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